La Tristeza del Principito - Cuento



Yo tengo una flor a la que riego todos los días. Poseo también tres volcanes a los que deshollino cada semana y también me ocupo del que está extinguido; pues uno nunca sabe lo que puede ocurrir. Es útil, pues, para mis volcanes y para mi flor que yo las posea. Pero tú no eres nada útil para tus estrellas…


En este mundo la mayoría de personas viven de acuerdo a los dictados de la razón. Pero ¿cuántos parecen vivir desconectados del mundo, como si estuvieran en otra dimensión? ¿cuántos son tomados por locos cuando se expresan como El Principito, aquel personaje emblemático inventado por Antoine de Saint-Exupery?

Lo racional es un consenso y lo que no cabe dentro de sus límites es cruelmente expulsado de sus filas. No se le ha dado la debida importancia a los principitos que deambulan por el mundo. Se les golpea o se les cierra la boca. Por miedo o por la violencia de aquellos intelectuales que han olvidado que sus propios actos no son más que un montón de patrones aprendidos. Hombres racionales que navegan por la vida al igual que El Principito, a la deriva y esperando ser comprendidos. 

Paradójicamente, intelectuales y principitos se parecen. Pero los primeros tienen esa curiosa y malévola costumbre de intentar exorcizar a los segundos. La imaginación es para ellos una enfermedad que pone en peligro el concepto cuadrado y ordenado que rige sus vidas.

¿Cuántos principitos han muerto aplastados por la multitud ¿cuántos tratados como locos en su pueblo natal? Muchos, seguramente. Están siendo destrozados por la maquinaria monstruosa de la lógica. Y este holocausto sucede cada día y a cada momento, cuando estos seres de otras dimensiones deambulan como sombras por las ciudades y pueblos. Entonces son apedreados y escupidos por una chusma sublevada e ignorante.

Todos los días cae un principito, herido de muerte y con su rosa aplastada. Caerán y seguirán cayendo. Hasta que uno de los racionales se levante desde su propia soberbia y aprenda la lección con humildad. Porque no es sólo escuchar, sino aprender a oír al principito interior. Un gesto que puede ser la salvación para nuestra incorruptible y cruel razón.



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